Como se realiza ese milagro visual, no lo sabe ni el mismo Rigoberto. Pero un duendecillo se lo dice cada vez que la imagen deseada toca fondo en la cámara oscura del corazón. La gracia está en detener ese momento - párate, oh sol- y mostrarlo con naturalidad, casi sin esfuerzo, como si luces y sombras no hubieran batallado, triunfantes las dos, en el reino del espíritu...Lo demás es sincronía de la mano y el alma, lección de libro ejercitadas en talleres, trabajo. Al final la belleza de la obra pide ser compartida como se comparte un fruto. Atrás queda en silencio el sabor agridulce de la creación y comienza la misión del museo, como puente que enlaza a los espectadores con la obra de arte. Carlos César Rodríguez |
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