El Juicio Final
Hace veinticinco años (con una interpretación
de la Mona Lisa que le valió el Premio Michelena en 1983)
Francisco Bugallo inició una reflexión sobre la pintura
desde la pintura misma, que hoy declara dar por concluida con su
instalación sobre El Juicio Final de Miguel Ángel.
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Nocturno
Ateneo de Valencia, Venezuela
1983 | óleo sobre tela
| 200 x 300 cms |
Veinticinco años re-visitando la historia del
arte occidental del Renacimiento al siglo XX, asumiendo y cuestionando
su herencia para escudriñar en el mismo tema y procedimiento:
el de “re-crear“ la obra de otros a través de
una labor selectiva a lo largo de la que copia, fragmenta, borra
y reafirma imágenes pre-existentes: este empeño demuestra
desde luego un tesón que podríamos tildar de obsesivo,
y más aún al constatar que no se trata de la reiteración
de un mismo método aplicado a diferentes fuentes o citas
pictóricas, sino de intentos sucesivos, por diversos medios
plásticos, de plantear y contestar preguntas simples en su
formulación pero complejas en sus respuestas, y esenciales
(que buscan alcanzar la esencia): ¿Qué es el arte?
Y, en consecuencia ¿qué es ser artista?
Esta insistencia nos da asimismo la medida de la
dificultad de la empresa, tal vez hasta de su imposibilidad. Como
por descarte, Bugallo pudo llegar a ciertas conclusiones: la pintura
no se reduce a la representación de lo real ni es la ilustración
de un tema, ni la historia que narra, ni mucho menos la metáfora
de alguna idea filosófica, de algún concepto metafísico;
tampoco consiste en una proyección existencial del artista;
no se agota en la presencia de los pigmentos ni en el virtuosismo
de quien los aplica, aunque de todo eso un poco o mucho tenga. De
hecho, él mismo hace un uso instrumental de la pintura (como
materia, como oficio y práctica) con el afán de emplazarla
como concepto. En todo caso, la pintura podría ser un medio
para adentrarse de modo abismal en el intertexto, para pensarse
desde su propio ser. Pero queda inalcanzada e inalcanzable otra
dimensión, misteriosa, donde precisamente residiría
aquello que tal vez sea “el arte” pero que se resiste
a cualquier tentativa de definición, que se mantiene encubierta
-así como la copia de una obra de otro artista del pasado
apenas queda visible bajo las capas sobre ella agregadas-. Una dimensión
que logra escapar del acoso incansable del artista, aun cuando éste
no duda en poner al descubierto sus fracasos, su inherente fragilidad,
pues a medida que parece acercarse, se aleja.
Si admitimos con Merleau-Ponty que “la pintura
no celebra nunca otro enigma que no sea el de la visibilidad”,
debemos preguntarnos frente al arte de Bugallo qué se hace
visible. En un grado cero, la pintura no pasaría de ser una
superficie coloreada. Pero, ¿qué se esconde detrás
de ella o qué surge desde ella, a través del juego
de ocultamientos y revelaciones que el artista cultiva con deleite
y obstinación? ¿Será la “profundidad
de expresión” a la que se refiere Mondrian, o “la
necesidad interior” tan cara a Kandinsky, o la “cosa
mental” de Leonardo? ¿Habitará el arte en una
zona borrosa e inestable, tal vez inaccesible, en el desfase que
su ficción agrega a la realidad? ¿Será entonces
el arte del pasado, aquel baudelairiano “sollozo que rueda
de edad en edad / y viene a morir al borde de nuestra eternidad”,
materia prima para seguir agregando ficción, que a su vez
se convertirá en realidad para suscitar nuevas ficciones?
Cristo, según Philippe de Champaigne
1994 | óleo sobre tabla | 43.5 x 148 cm.
Ahora, Bugallo ha escogido figuras del Juicio
Final de Miguel Ángel para dar término a sus tentativas
de respuesta, y se pecaría cuando menos de ligereza al considerar
el hecho como mera casualidad.
Más allá de las ideas implícitas
de “someterse a juicio” y de “finalizar un ciclo”
que obviamente motivaron al artista, se pueden establecer varias
coincidencias entre ellas y los significados históricos,
artísticos y religiosos del fresco. En efecto, el Juicio
Final cierra el programa iconográfico desarrollado en la
Capilla Sixtina, iniciado en las paredes laterales donde escenas
del Antiguo Testamento y de los Evangelios (pintadas por Botticelli,
Pinturicchio, Cosimo Rosselli, Ghirlandaio y Perugino) se corresponden
según el principio del sentido alegórico, que establece
relaciones metafóricas entre ambos textos, haciendo del primero
una profecía del segundo: la circuncisión de los hijos
de Moisés prefigura el bautismo de Cristo; la entrega de
las Tablas de la Ley a Moisés, el llamado de Jesús
a los Apóstoles… El ciclo prosigue con el techo de
la Capilla, en el que Miguel Ángel representó la Creación
y una humanidad inmovilizada en espera de la Redención. Y
culmina con el Juicio Final, respuesta a esa espera, y en el cual
se establece nuevamente el sentido alegórico en la correspondencia
entre el principio y el fin: el Génesis y la Parusía.
Asimismo, con el Juicio Final culmina la obra
pictórica de Miguel Ángel, que luego se dedicará
casi exclusivamente a la escultura y a la arquitectura. De ahí
no podemos augurar que Bugallo deje de pintar, sin embargo llama
la atención el hecho de que en esta instalación abandone
la práctica de la pintura como técnica tradicional
a favor de otros medios que bien pueden ser inicio de una nueva
etapa.
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"Imagen y Semejanza"
en el Museo
de Arte Contemporáneo de
Caracas Sofía Imber, 1999 |
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Para Francisco Bugallo, su versión del Juicio
Final viene a ser también, a modo de conclusión, una
síntesis temática de sus trabajos anteriores, donde
predominaron la iconografía religiosa cristiana y el homenaje
al “gran arte”, ambos simbolizados en el inmenso fresco
del muro oeste de la Capilla Sixtina, a su vez síntesis del
genio de Miguel Ángel y faro del arte europeo en el que culmina
el Renacimiento y se inicia el Barroco, por lo que esta referencia
constituye como un retorno al origen, más aún si recordamos
que en 1999 presentó una vasta instalación pictórica
inspirada en la Balsa de la Medusa de Géricault, para cuyos
personajes sirvieron de modelo al artista decimonónico las
figuras monumentales de Miguel Ángel. Al respecto observa
Germán Rubiano: “La ‘balsa’ de Géricault,
con su racimo de figuras desesperadas, recuerda ciertos apelotonamientos
convulsionados de El Juicio Final de Miguel Ángel, y es indudable
que Bugallo se ha fascinado con esta iconografía que manifiesta
abiertamente desorientación y desamparo”. Asimismo,
Caravaggio, Goya, Delacroix y hasta el artista colombiano contemporáneo
Luis Caballero, todos presentes en diversos grados en la pintura
de Bugallo, son deudores de Miguel Ángel. Y en el año
2000 presentó la instalación Caronte, un trabajo de
transición entre la Balsa (siguió usando las mismas
tablas de madera) y el Juicio Final, pues ya se inspiraba en la
mítica Barca descrita por Dante que Miguel Ángel integró
a su iconografía. Las formas siguen viviendo, permanecen
y se transforman -en la medida en que se transforman permanecen-,
cuando no son tan sólo un legado del pasado sino que generan
su devenir a través del poder de atravesar el tiempo y alcanzar
renovada vigencia.
Además, si el culminar un cuarto de siglo
de investigación a través de un Juicio Final resulta
ser de por sí revelador, los significados teológicos
que Miguel Ángel otorgó a su interpretación
del tema encuentran correspondencias en el anhelo de Bugalllo de
dotar de sentido al quehacer artístico, de manera tal de
que no se trata tan sólo de someterse a juicio -propio y
de los demás- sino de reflexionar sobre los criterios que
concurren a este juicio. El artista del Renacimiento, envuelto en
las disputas de la Reforma y la Contrarreforma, se hace portavoz
de la última -no podía ser de otra forma dentro del
recinto pontificio- al establecer una iconografía en la que
relaciona la salvación no sólo con el don de la gracia
divina (como pretendían los protestantes) sino con la oración,
las obras y el sacrificio. Precisamente, los personajes recreados
por el artista contemporáneo representan y subrayan estas
diversas opciones: los elegidos que suben a los cielos llevados
por ángeles, la pareja de orantes halados por medio de un
rosario al que se abrazan, los mártires que ya están
rodeando a Cristo (San Sebastián, San Felipe, San Lorenzo,
San Bartolomé).
Asimismo, parece decir Bugallo, no sólo
el talento, ese don divino, (o, en su grado más alto, el
genio) es suficiente para ser artista: también son necesarios
la práctica, la dedicación y el sacrificio. Y deben
ser contemplados a la hora de emitir juicios críticos sobre
una obra y su autor.
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Sin título XIX
De la serie Juicio Final
2007-2008 | espejos y vidrios
sobre madera | 226 x 112 cm |
Finalmente, no hay duda de que, si hiciera falta,
el Juicio Final de Miguel Ángel constituye la mayor justificación
para un artista como Bugallo, dedicado a la apropiación de
la obra de otros artistas. En efecto, el mismo Miguel Ángel
se fundamentó en modelos griegos antiguos para crear sus
personajes, y transformó la iconografía medieval al
insuflarle un humanismo nuevo que convive con la tradición
de los sentidos de las Escrituras, no sólo el alegórico
(antes mencionado) sino el histórico, el tropológico
y el anagógico. Y, luego, su obra pasó a ser objeto
de transformaciones a través de, literalmente, capas añadidas
que vinieron a redimir la desnudez de sus figuras con “paños
de pureza”, y hasta con un vestido para Santa Catalina, en
tiempos en que la Iglesia decidió ofuscarse por tantas carnes
expuestas. Y la “consolidación” que sufrió
el fresco en el siglo XVIII cuando le fue aplicada una capa de cola,
así como la restauración a la que fue sometido entre
1990 y 1994 (frecuentemente referida como una “resurrección”
) pueden ser consideradas como parte de este proceso de encubrimiento
y descubrimiento que no pudo sino fascinar a Bugallo, artista para
quien la pintura ha sido un constante trabajo de capas sobre capas
que velan, desvelan y revelan.
Pero tal vez. precisamente lo más revelador
del Juicio Final según Bugallo lo encontraremos en su radical
cambio de medios y el abandono de la pintura por parte de un artista
tenido por uno de los más destacados en la renovación
de este arte en Venezuela durante los años 80. Bugallo, quien
se mantuvo fiel a la pintura en medio de la aparición de
tantos “nuevos lenguajes”, parece ahora vengarse por
no haber recibido de ella su último secreto, a la vez que
rechaza las tentaciones de su encantamiento, su sensualidad, la
satisfacción que otorga el dominio de la técnica.
Y la aborda ya no desde dentro, no desde ella misma, sino desde
fuera, desde la ausencia, por no decir la negación.
Escribió Adolfo Wilson de Francisco Bugallo:
“ha logrado demostrar que un verdadero artista, siendo consecuente
con su dominio de un medio tradicional, puede producir una obra
de aliento experimental”. Ahora será el medio experimental
el vínculo con la tradición de la pintura y con nuevas
investigaciones en las que lo pictórico puede inesperadamente
resurgir de clavos, cuchillos, plumas, cal, cemento, quemaduras,
alfileres, cascos de botella, papeles recortados, vidrios y espejos,
lentejuelas…
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Sin título XVIII
De la serie Juicio Final
2007-2008 | Plumas y cal sobre
madera | 225 x 114 cm |
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El artista busca ahora la ruptura con su conocimiento
académico de la pintura, con el alarde técnico, con
la facilidad de ejecución a que había llegado, y se
obsequia nuevas libertades, aunque sea para sumergirse en un universo
de dudas, pues ya ni siquiera la materialidad de los pigmentos,
el espesor de sus capas puede fungir como asidero. De sus trabajos
anteriores, Bugallo conserva sin embargo la fragmentación,
la deconstrucción del gran relato apocalíptico entronizado
por la Historia del Arte. Más humilde es su propósito,
tan sólo se ofrece como un acercamiento sin pretensión
ni intención de verdad, pero como son dicentes los fragmentos
escogidos (los elegidos y los condenados, los ángeles y los
mártires) también lo son los omitidos: en este caso,
la figura del Cristo Juez, el que no es juzgado. Figura que el artista
siempre pintó agonizante o muerta.
Los soportes como las maderas de reciclaje, que todas
llevan la marca de sus usos anteriores, contrastan con los nobles
papeles, así como todos los materiales y recursos extra-artísticos
con algunos dibujos todavía académicos (el condenado
en la barca de Caronte, el ángel del rosario), dando como
la referencia de todo aquello que se cuestiona. Y así como
Bugallo fue revisando la historia del arte, ahora también
integra unas referencias más recientes, y surgen ecos de
las perforaciones de Lucio Fontana, del “dripping” de
Jackson Pollock, de las quemaduras de Miró irónicamente
reinterpretadas, y de otros frecuentes recursos del arte contemporáneo.
Bugallo pone en tela de juicio el oficio de siglos y su propio savoir-faire,
al obtener los mismos resultados visuales, para “representar”
la piel humana, del collage de fotos de revistas (resucitado de
espaldas), que de la pintura tradicional (elegida y elegido). Dibuja
con clavos, o sólo con las perforaciones dejadas por los
clavos, en un juego de positivo-negativo. Establece irónicas
relaciones entre forma y contenido, como burlándose de los
simbolismos disfrazados en las pinturas del pasado. Así es
como San Sebastián está silueteado con perforaciones
que evocan su martirio por flechas, mientras que San Bartolomé,
que sufrió el martirio por despellejamiento, está
rodeado de cuchillos de cocina. Los cascos de botellas recogidos
en la calle, los clavos y los cuchillos evocan los peligros que
acechan a los humanos en el camino de su salvación, mientras
las plumas representan protección y seguridad. Los espejos
nos permiten ser partícipes del drama.
Negada y burlada, sustituida por objetos prosaicos,
la pintura parece no darse por vencida en el arte de Francisco Bugallo.
También ella resucita. En efecto, bien se pueden definir
como “pictóricos” los claroscuros, los reflejos
y las transparencias, las luces y sombras que resurgen entre lo
material y lo inmaterial, entre la presencia y la sugerencia. Ya
lo pictórico deja de ser propio de la pintura.
En esta nueva etapa hacia desconocidos derroteros,
la pintura otra vez va derrotando al artista, a quien persigue mientras
intenta librarse de ella. Le quedará rendirse o seguir retándola.
Federica Palomero
marzo 2008
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